Desde su icónica barbería, no solo acicalaba a los clientes entre tijeras y navajas. Para sus nietas, Davinia y Kenia, aquel pequeño rincón era mucho más que un lugar de trabajo: “Era un mundo mágico, impregnado del aroma de lociones de afeitar, de largas conversaciones y risas compartidas”, evocan con ternura.
Cuentan que su corazón inmenso y generoso lo llevaba a recorrer las casas cueva más escondidas de La Atalaya, donde atendía a quienes no podían salir de sus hogares. Con tijeras, navajas y un cariño ilimitado, Juan Gutiérrez les devolvía algo tan sencillo como esencial: cuidado y dignidad en los últimos años de vida.
Su historia está profundamente ligada a su familia. Su madre, Carmen, “vendía flores y era una hábil conocedora de hierbas, llevando sus plantas en lozas de barro hechas por su hermana, Antoñita la Rubia, la alfarera del pueblo”, rememoran sus nietas. Juan soñaba con ser médico, pero la vida decidió por él. La muerte prematura de su madre siendo un niño lo obligó a ponerse al lado de su padre, Agustín, para sacar la casa adelante.
El último barbero de La Atalaya fue también maestro, taxista, marroquinero, practicante, granjero y agricultor. Su granja de cochinos y su huerta de papas y calabacines eran un reflejo más de su empeño por mejorar la vida de su familia. Recuerdan sus nietas emocionadas «cómo llegaba a casa con cajas llenas de jaramagos y naranjas, repartiéndolo todo con la generosidad que lo definía”. O cuando su madre les contaba con admiración cómo enseñaba a leer y escribir a los jóvenes de La Atalaya en una escuelita unitaria, transmitiendo lo que sabía con paciencia y dedicación.
A sus 90 años, aún conducía por las serpenteantes carreteras de la isla, visitando mercadillos en San Mateo y perdiéndose en los paisajes de Tejeda, siempre con una mirada curiosa y un espíritu inquieto. Tras la muerte de su esposa, Solita, el amor de su vida, «encontró consuelo y propósito en el servicio a los demás», recuerdan sus nietas. Incluso en la residencia donde pasó unos años, «retomó la barbería, llevando alegría y cuidado a los ancianos que lo rodeaban».
Sus últimos días los vivió a su manera, “entre loros verdes y mariposas monarca”. Pasaba las tardes en aquel palmeral o charlando frente al Ayuntamiento, «como si cada conversación fuese un tributo a la vida misma», describen.
“Pero lo más grande que mi abuelo dio no fue ni su trabajo ni sus cosechas, sino el amor que entregó a su gente”. Aquel hombre de curiosidad insaciable enseñó a quienes le rodearon que cada día es una oportunidad para aprender y amar.