Hay noticias que no solo duelen, sino que sacuden hasta lo más profundo del alma. Hace unos días, una madre arrojó a su hijo recién nacido a un contenedor de basura. La escena es brutal. Incomprensible. Y, sin embargo, real. En pleno siglo XXI, en una sociedad que se enorgullece de sus avances, seguimos presenciando actos que nos devuelven a una realidad más cruda de lo que nos gustaría admitir.
La primera reacción, inevitable y comprensible, es la indignación. ¿Cómo puede una madre cometer algo así? ¿Qué clase de monstruo haría eso con su propio hijo? Pero quizás, si de verdad queremos entender —y sobre todo, evitar que vuelva a ocurrir—, debemos mirar más allá del hecho y preguntarnos: ¿qué hay detrás de este tipo de decisiones extremas?
No, no se trata de justificar lo injustificable. Se trata de analizar lo invisible. Lo que no sale en las noticias. Lo que muchas veces elegimos no ver. ¿Quién era esa mujer? ¿Qué historia llevaba en sus hombros? ¿Estaba sola? ¿Era víctima de violencia? ¿Tenía apoyo? ¿Comprendía siquiera la magnitud de lo que estaba viviendo? ¿Estaba en su sano juicio?
En muchos casos como este, las respuestas son devastadoras. Adolescentes embarazadas sin contención familiar. Mujeres sumidas en la pobreza, sin acceso a educación sexual ni anticonceptivos. Víctimas de abuso que ocultan sus embarazos por miedo o vergüenza. Mujeres con trastornos mentales no tratados. Todas ellas atravesadas por el abandono sistémico, institucional, social.