Por Aridani Alonso
La política es, ante todo, una forma de compañía. Quien gobierna necesita alianzas, escucha, crítica, aplausos y también oposición. Sin esos elementos, no hay democracia, solo ruido vacío. La imagen reciente del presidente Pedro Sánchez, solo ante un atril, en una sala de prensa completamente vacía, lo resume todo: el poder cuando ya no hay nadie que quiera oírlo.
Una rueda de prensa sin preguntas, sin prensa y sin ministros es más que una anécdota técnica. Es una metáfora. No compareció para informar, ni para dialogar: compareció para estar. Para seguir ahí. Como si la puesta en escena bastara para justificar el relato de una “acción de gobierno” que cada vez parece más un monólogo ensimismado que una labor colectiva.
Sánchez ha sido, sin duda, un político hábil. Capaz de resistir en escenarios que auguraban su fin, de pactar con enemigos declarados, de sobrevivir a mociones, pandemias y campañas sucias. Pero toda resistencia prolongada tiene un precio: el aislamiento. En los últimos meses, las decisiones más importantes del Gobierno parecen ya no consultarse con aliados ni discutirse con la sociedad. Se anuncian. Se declaran. Se imponen.
La soledad no es solo física —aunque la sala vacía lo subraye con crudeza—. Es política. Es institucional. Es narrativa. Un presidente que habla solo no está ejerciendo el poder: está buscándole sentido.
Las instituciones no se sostienen sobre la voluntad de un hombre, sino sobre el contrato con la ciudadanía. Y ese contrato, cuando no se escucha ni se responde, se desgasta. La imagen no es del fin de Pedro Sánchez, pero sí quizá del final de una etapa: la de un liderazgo que ya no interpela, que ya no convoca, que solo resiste por inercia.
La historia no siempre acaba con un estallido. A veces, termina en el más elocuente de los silencios.