Antes, salir por la noche en Santa Catalina era algo cotidiano. Hoy, muchos vecinos sienten miedo. Esta sensación no nace del prejuicio, sino de lo que se vive en la calle: robos, peleas, intimidaciones. Y, aunque cueste decirlo, muchos de estos incidentes están protagonizados por grupos de jóvenes inmigrantes. Esta realidad incómoda no se debe silenciar, pero tampoco se puede abordar desde el odio. Necesitamos hablar con claridad, pero también con responsabilidad.
Es innegable que la zona ha cambiado. Lo que antes era un lugar vibrante de ocio y convivencia, ahora genera inquietud al caer la noche. Algunos dirán que se trata solo de percepción, pero quienes viven allí saben que hay incidentes reales: carteristas, agresiones verbales, peleas. No es cuestión de inventar, sino de mirar de frente.
El problema no es la inmigración, sino cómo se gestiona. Jóvenes magrebíes que llegan sin recursos, sin apoyo ni futuro claro, acaban deambulando, sobreviviendo como pueden. La falta de integración, educación o salidas laborales crea un caldo de cultivo perfecto para la marginalidad y la delincuencia. No se les da oportunidad ni control.
Los vecinos sienten abandono. Falta presencia policial, falta acción por parte del Ayuntamiento, del Cabildo, del Estado. Se limitan a declaraciones, pero no actúan. No hay planes reales de intervención social ni medidas para garantizar la seguridad. Mientras tanto, la convivencia se rompe y el miedo crece.
