En Telde, una de las pocas noticias que realmente debería hacernos reflexionar ha pasado casi de puntillas: la paralización de una urbanización en San Gregorio por la presencia masiva de lagartos gigantes de Gran Canaria (Gallotia stehlini). Lo que para algunos es una “molestia” para el desarrollo urbanístico, para otros —cada vez menos, tristemente— es una señal de esperanza: aún queda algo vivo, algo nuestro.
No hablamos de cualquier lagarto. Hablamos de una especie endémica, única en el mundo, que forma parte del patrimonio natural y biológico de las Islas Canarias. Una criatura que ha sobrevivido miles de años en equilibrio con su entorno, antes de que la especulación y el cemento comenzaran a devorar todo a su paso.
La parálisis del proyecto ha sido calificada por algunos como un obstáculo. Pero, ¿obstáculo para quién? ¿Para el ecosistema que resiste? ¿Para los ciudadanos que siguen sin acceso a viviendas dignas? ¿O para las constructoras que buscan más metros cuadrados para vender al mejor postor? Aquí está la clave: seguimos enfrentando el falso dilema entre progreso y naturaleza, como si conservar nuestra biodiversidad fuese incompatible con vivir bien.
No se trata de estar en contra del desarrollo, sino de cuestionar qué tipo de desarrollo queremos. Porque cuando permitimos que el beneficio económico inmediato pese más que la vida silvestre, estamos admitiendo que todo lo demás puede ser sacrificado: el aire, el agua, los paisajes, incluso nuestra identidad como pueblo.
El caso de los lagartos de Telde es un símbolo de lo que aún se puede salvar. Pero también es una advertencia: nos queda muy poco. Y cuando matamos lo poco que nos queda, no estamos matando solo animales o plantas, estamos apagando algo más profundo: el vínculo con nuestras raíces, con nuestra tierra.
Celebramos que las autoridades hayan actuado —aunque, como casi siempre, tras la presión ciudadana y no por iniciativa propia—, pero queda mucho por hacer. Este debería ser un punto de inflexión. Un recordatorio de que la defensa del territorio no es un capricho de ecologistas, sino una cuestión de supervivencia.
Que el silencio de los barrancos no se vuelva definitivo. Que sigamos oyendo el crujir de la lava seca bajo las patas de un lagarto gigante. Porque si él sobrevive, tal vez nosotros también podamos hacerlo.
Redactado por Aridani Alonso. Santana