He vivido lo suficiente para ver a mi país cambiar más de una vez. Vi la guerra, la dictadura y también la esperanza que llegó con la democracia. Vi cómo España pasó de ser un país encerrado en el miedo a abrirse al mundo, a la educación, a la igualdad y a los derechos. Por eso, cuando escucho ciertos discursos que suenan demasiado familiares, no puedo quedarme callado.
Cada vez que Santiago Abascal pisa Canarias —o cualquier otro rincón de España— y proclama ideas que ponen en duda la igualdad entre hombres y mujeres, los derechos de las minorías o la necesidad de una sociedad solidaria, siento que retrocedemos un paso. No porque él tenga el poder de hacernos volver al pasado, sino porque nos recuerda que el pasado nunca desaparece del todo: solo espera a que bajemos la guardia.
Los que vivimos el franquismo sabemos lo que es el miedo disfrazado de orden, la censura presentada como moral y la desigualdad convertida en norma. También sabemos lo que costó salir de ahí: generaciones enteras lucharon para que hoy podamos hablar, disentir y vivir libres.
Por eso duele ver cómo algunos utilizan la palabra “libertad” para justificar la intolerancia, o cómo llaman “patriotismo” a cerrar los ojos ante la diversidad que enriquece España.
Canarias, en particular, ha sido siempre un ejemplo de mezcla, de acogida y de humanidad. Que vengan a dividir desde la tribuna o desde los mítines es una falta de respeto a esa historia. No se trata de izquierdas o derechas, sino de recordar de dónde venimos y no repetir errores que costaron sangre, silencio y exilio.
A los jóvenes les diría: no os dejéis engañar por los discursos que prometen seguridad a cambio de derechos. Esa promesa siempre acaba siendo una trampa. La libertad no se defiende gritando más alto, sino cuidando la dignidad del otro, aunque piense distinto.
Yo ya soy un hombre mayor, pero mientras tenga voz, la usaré para recordar que los derechos no se heredan: se defienden, cada día.
Articulo de Opinión de :Antonio
